15 septiembre, 2008

El Ciclista

Primer adelanto de lo que será El ciclista, el nuevo cortometraje que preparo.
Estreno 2009.

14 septiembre, 2008

Manuel García (Canción inédita de Témpera #5)

Canción inédita que Manuel Garcia dedicó y compuso para mi hermano Pedro.

29 julio, 2008

Sobre el punto de vista en las artes

José Ortega y Gasset (1883-1955)

I
La historia, cuando es lo que debe ser, es una elaboración de films. No se contenta con instalarse en cada fecha y ver el paisaje moral que desde ella se divisa, sino que a esa serie de imágenes estáticas, cada una encerrada en sí misma, sustituye la imagen de un movimiento. Las «vistas» antes discontinuas aparecen ahora emergiendo unas de otras, continuándose sin intermisión unas en otras. La realidad, que un momento pareció consistir en una infinidad de hechos cristalizados, quietos en su congelación, se liquida, mana y toma un andar fluvial. La verdadera realidad histórica no es el dato, el hecho, la cosa, sino la evolución que con esos materiales fundidos, fluidificados, se construye. La Historia moviliza, y de lo quieto nace lo raudo.*
II
En el museo se conserva a fuerza de barniz el cadáver de una evolución. Allí está el flujo del afán pictórico que siglo tras siglo ha brotado del hombre. Para conservar esta evolución ha habido que deshacerla, triturarla, convertirla de nuevo en fragmentos y congelarla como en un frigorífico. Cada cuadro es un cristal de aristas inequívocas y rígidas separado de los demás, isla hermética.
Y, sin embargo, no sería difícil resucitar el cadáver. Bastaría con colocar los cuadros en un cierto orden y resbalar la mirada velozmente sobre ellos--y si no la mirada, la meditación. Entonces se haría patente que el movimiento de la pintura, desde Giotto hasta nuestros días, es un gesto único y sencillo, con su comienzo y su fin. Sorprende que una ley tan simple haya dirigido las variaciones del arte pictórico en nuestro mundo occidental. Y lo más curioso, lo más inquietante es la analogía de esta ley con la que ha regido los destinos de la filosofía europea. Este paralelismo entre las dos labores de cultura más distantes permite sospechar la existencia de un principio general aún más amplio que ha actuado en la evolución entera del espíritu europeo. Yo no voy a alargar la aventura hasta ese remoto arcano,* y me contento, por el pronto, con interpretar el gesto de seis siglos que ha sido la pintura de Occidente.
III
El movimiento supone un móvil.* ¿Quién se mueve en la evolución de la pintura? Cada cuadro es una instantánea en que aparece detenido el móvil. ¿Cuál es éste? No se busque una cosa muy complicada. Quien varía, quien se desplaza en la pintura y con sus desplazamientos produce la diversidad de aspectos y estilos, es simplemente el punto de vista del pintor.
Es natural que sea así. La idea abstracta es ubicua.* El triángulo isósceles, pensado en Sitio y en la Tierra, presenta idéntico aspecto. En cambio, toda imagen sensible arrastra el sino inexorable de su localización, es decir, que la imagen nos presenta algo visto desde un punto de vista determinado. Esta localización de lo sensible puede ser estricta o vaga, pero no puede faltar. La aguja de la torre, la vela marina se nos presentan a una distancia que evaluamos con práctica exactitud. La luna o la faz azul del cielo, en una lejanía esencialmente imprecisa, pero muy característica en su imprecisión. No podemos decir que se hallen a tantos y cuantos kilómetros; su localización en lontananza es vaga, pero esta vaguedad no significa indeterminación.
Sin embargo, no es la cantidad geodésica de distancia lo que influye decisivamente en el punto de vista del pintor, sino la cualidad óptica de esa distancia. Cerca y lejos, que métricamente son caracteres relativos, pueden tener un valor absoluto para los ojos. En efecto, la visión próxima y la visión lejana de que habla la fisiología no son nociones que dependan principalmente de factores métricos, sino que son más bien dos modos distintos de mirar.
IV
Si tomamos un objeto cualquiera, un búcaro,* por ejemplo, y lo acercamos suficientemente a nuestros ojos, éstos convergen sobre él. Entonces el campo visual adopta una peculiar estructura. En el centro se halla el objeto favorecido, fijado por nuestra mirada; su forma aparece clara, perfectamente definida, con todos sus detalles. En torno de él, hasta el borde del campo visual, se extiende una zona que no mirarnos y, sin embargo, vemos con una visión indirecta, vaga, desatenta. Todo lo que cae dentro de esta zona aparece situado detrás del objeto; por esto decimos que es su «fondo». Pero, además, todo ello se presenta borroso, apenas recognoscible, sin forma acusada, más bien reducido a confusas masas de color. Si no se tratase de cosas habituales no podríamos decir que son propiamente las que vemos en esta visión indirecta.
La visión próxima, pues, organiza el campo visual imponiéndole una jerarquía óptica: un núcleo central privilegiado se articula sobre un área circundante. El objeto cercano es un héroe lumínico, un protagonista que se destaca sobre una «masa», una plebe visual, un coro cósmico en torno.
Compárese con esto la visión lejana. En vez de fijar algún objeto próximo, dejemos que la mirada quieta, pero libre, prolongue su rayo de visión hasta el límite del campo visual. ¿Qué hallamos entonces? La estructura de dos elementos jerarquizados desaparece. El campo ocular es homogéneo; no se ve una cosa mejor y el resto confusamente, sino que todo se presenta sumergido en una democracia óptica. Nada posee un perfil rigoroso,* todo es fondo, confuso, casi informe. En cambio, a la dualidad de la visión próxima ha sucedido una perfecta unidad de todo el campo visual.
V
A estas diferencias en el modo de mirar es preciso agregar otra más importante.
Al mirar de cerca el búcaro, el rayo visual choca con la parte más prominente de su panza. Luego, como si este choque lo hubiese quebrado, el rayo se dilacera en múltiples tentáculos que resbalan por los flancos de la vasija y parecen abrazar su rotundidad, tomar posesión de ella, subrayarla. Ello es que el objeto visto de muy cerca adquiere esa indefinible corporeidad y solidez propias del volumen lleno. Lo vemos de «bulto», convexo. En cambio, ese mismo objeto colocado al fondo, en visión lejana, pierde esa corporeidad, esa solidez y plenitud. Ya no es un volumen compacto, claramente rotundo, con su prominencia y sus curvos flancos; ha perdido el «bulto» y se ha hecho más bien una superficie insólida, un espectro incorpóreo* compuesto sólo de luz.
La visión próxima tiene un carácter táctil. ¿Qué misteriosa resonancia del tacto conserva la mirada cuando converge sobre un objeto cercano? No tratemos ahora de violar este misterio. Es suficiente que advirtamos esa densidad casi táctil que el rayo ocular tiene y le permite, en efecto, abrazar, palpar el búcaro. A medida que el objeto se aleja, la mirada pierde su virtud de mano y se va haciendo pura visión. Paralelamente, las cosas, al distanciarse, dejan de ser volúmenes plenos, duros, compactos, y se vuelven menos entes cromáticos, sin resistencia, solidez ni convexidad. Un hábito milenario, fundado en necesidades vitales, hace que el hombre no considere como «cosas», en estricto sentido, más que aquellos objetos cuya solidez ofrece resistencia a sus manos. El resto es más o menos fantasma. Pues bien: al pasar un objeto de la visión próxima a la lejana, se fantasmagoriza.* Cuando la distancia es mucha, allá en el confín de un remoto horizonte--un árbol, un castillo, una serranía--, todo adquiere el aspecto casi irreal de apariciones ultramundanas.*
VI
Una última y decisiva observación.
Cuando a la visión próxima oponemos la lejana, no queremos decir que en ésta miremos un objeto más distante que en la primera. Mirar significa aquí, taxativamente,* hacer converger los dos rayos oculares sobre un punto, que, gracias a ello, queda favorecido, ópticamente privilegiado. En la visión lejana no miramos ningún punto, antes bien,* intentamos abarcar la totalidad de nuestro campo visual, incluso sus bordes. A este fin, evitamos en lo posible la convergencia. Y entonces nos sorprende advertir que el objeto ahora percibido--el conjunto de nuestro campo visual--es cóncavo. Si estamos en una habitación, la concavidad termina en la pared fronteriza, en el techo, en el suelo. Este término o límite es una superficie que tiende a tomar la forma de una semiesfera mirada por dentro. Pero ¿dónde empieza la concavidad? No hay lugar a duda: empieza en nuestros ojos mismos.
De donde resulta que lo que vemos en la visión lejana es un hueco como tal. El contenido de nuestra percepción no es propiamente la superficie en que el hueco termina, sino todo este hueco, desde nuestro globo ocular hasta la pared o hasta el horizonte.
Esta advertencia nos obliga a reconocer la siguiente paradoja: el objeto que vemos en la visión lejana no está más distante de nosotros que el visto en proximidad, sino, al revés, más cercano, puesto que comienza en nuestra córnea. En la pura visión a distancia, nuestra atención, en vez de proyectarse más lejos, se ha retraído a lo absolutamente próximo, y el rayo visual, en vez de chocar en la convexidad de un cuerpo sólido y quedar en ella fijo, penetra un objeto cóncavo, se desliza por dentro de un hueco.
VII
Pues bien, a lo largo de la historia artística europea, el punto de vista del pintor ha ido cambiando desde la visión próxima a la visión lejana, y paralelamente, la pintura, que empieza en Giotto por ser pintura de bulto, se torna pintura de hueco.
Esto quiere decir que la atención del pintor sigue un itinerario de desplazamiento nada caprichoso. Primero se fija en el cuerpo o volumen del objeto, luego en lo que hay entre el cuerpo y el ojo, es decir, en el hueco. Y como éste se halla delante de los cuerpos, resulta que el itinerario de la mirada pictórica es un retroceso de lo distante--aunque cercano--hacia lo inmediato al ojo.
Según esto, la evolución de la pintura occidental consistiría en un retraimiento desde el objeto hacia el sujeto pintor.
El lector puede comprobar por sí mismo esta ley que rige el movimiento del arte pictórico recorriendo cronológicamente la historia de la pintura. En lo que sigue me limito a algunos ejemplos que son como estaciones del general itinerario.
VIII
El Quattrocento. Flamencos e italianos cultivan con frenesí la pintura de bulto. Diríase que pintan con las manos. Cada objeto aparece con inequívoca solidez, corpóreo, tangible. Lo recubre una piel pulimentada,* sin poros ni nieblas, que parece deleitarse en acusar su volumen rotundo. No hay diferencia en el modo de tratar las cosas en el primer plano y en el último. El artista se contenta con representar más pequeño lo lejano que lo próximo, pero pinta del mismo modo lo uno que lo otro. La distinción de planos es, pues, meramente abstracta y se obtiene por pura perspectiva geométrica. Pictóricamente, todo en estos cuadros es primer plano, es decir, todo está pintado desde cerca. La menuda figura, allá en la lejanía, es tan completa, redonda y destacada como las principales. Parece como si el pintor hubiese ido hasta el lugar distante donde se halla y lo hubiese pintado, de cerca, lejos.
Mas es imposible ver a la vez de cerca varias cosas. La mirada próxima tiene que ir desplazándose de una en otra para hacerlas, sucesivamente, centro de la visión. Esto quiere decir que el punto de vista en el cuadro primitivo no es uno, sino tantos como objetos hay en él. El cuadro no está pintado en unidad, sino en pluralidad. Ningún trozo hace relación a otro; cada cual es perfecto y aparte. De aquí que el más claro síntoma para conocer si un cuadro pertenece a una u otra tendencia--pintura de bulto o pintura de hueco--sea tomar un trozo y ver si, aislado, se basta para representar con plenitud algo. En un lienzo de Velázquez, por el contrario, cada pedazo contiene sólo vagas formas monstruosas.
El cuadro primitivo es, en cierto modo, la adición de muchos pequeños cuadros, cada cual independiente y pintado desde un punto p de vista próximo. El pintor ha dirigido una mirada exclusiva y analítica a cada uno de los objetos. De aquí proviene la divertida riqueza de estas tablas cuatrocentistas.* Nunca acabamos de verlas. Siempre descubrimos un nuevo cuadrito interior en que no habíamos reparado. En cambio, excluyen una contemplación de conjunto. Nuestra pupila tiene que peregrinar paso a paso por la superficie pintada, demorando en los mismos puntos de vista que el pintor tomó sucesivamente.
IX
Renacimiento, La visión próxima es exclusivista, puesto que aprehende* cada objeto por sí y lo separa del resto. Rafael no modifica este punto de vista, pero introduce en el cuadro un elemento abstracto que le proporciona cierta unidad: la composición o arquitectura. Sigue pintando cosa por cosa lo mismo que un primitivo; su aparato ocular funciona según el mismo principio. Mas en lugar de reducirse ingenuamente, como aquél, a pintar lo que ve según lo ve, somete todo a una fuerza extranjera: la idea geométrica de la unidad. Sobre las formas analíticas de los objetos cae, imperativa, la forma sintética de la composición, que no es forma visible de objeto, sino puro esquema racional. (Lo mismo Leonardo, por ejemplo, en sus cuadros triangulares.)
La pintura de Rafael no nace tampoco ni puede ser contemplada desde un punto de vista único. Pero existe ya en ella el postulado racional de la unificación.
X
Transición. Si caminamos de los primitivos y el Renacimiento hacia Velázquez, hallaremos en los venecianos, pero sobre todo en Tintoretto y el Greco, una estación intermedia. ¿Cómo definirla?
En Tintoretto y el Greco confinan dos épocas. De aquí la inquietud, el desasosiego que estremece la obra de ambos. Son los últimos representantes de la pintura de bulto que sienten ya los problemas futuros de hueco, sin acometerlos debidamente.
Desde su iniciación, el arte veneciano propende* a una visión lejana de las cosas. En Giogione y en Tiziano los cuerpos quisieran perder su apretada solidez y flotar--como nubes, cendales* y materias fundentes.* Sin embargo, falta resolución para abandonar el punto de vista próximo y analítico. Durante cien años forcejean ambos principios, sin victoria definitiva de ninguno. Tintoretto es una manifestación extrema de este combate interior en que ya casi va a vencer la visión lejana. En los cuadros de El Escorial construye grandes espacios vacíos. Mas para tal empresa necesita apoyarse en perspectivas arquitectónicas como en muletas. Sin aquellas columnatas y cornisas que huyen hacia el fondo, el pincel de Tintoretto se caería en el abismo de lo hueco que aspiraba a crear.
El Greco significa más bien un retroceso. Yo creo que se ha exagerado su modernidad y su cercanía a Velázquez. A El Greco le sigue importando, sobre todo, el volumen. La prueba de ello es que puede valer como el último gran escorcista.* No basta el vacío; perdura en él la intención de lo corpóreo, del volumen lleno. Mientras Velázquez, en Las meninas y Las hilanderas, amontona a derecha e izquierda las figuras, dejando más o menos libre el espacio central --como si éste fuera el verdadero protagonista--, el Greco hacina sobre todo el lienzo masas corporales que desalojan por completo el aire. Sus cuadros suelen estar atestados de carne.
Y, sin embargo, lienzos como La resurrección, El Crucificado (Prado) y La Pentecostés plantean con una rara energía problemas de profundidad.
Pero es un error confundir la pintura de profundidad con la de hueco o vacía concavidad. Aquélla no es sino una manera más sabia d acusar el volumen. Esta, en cambio, es una inversión total de la intención pictórica.
Lo que sí acontece en el Greco es que el principio arquitectónico se ha apoderado completamente de los objetos representados y los ha sometido con sin par violencia a su esquema ideal. De esta suerte, la visión analítica, que busca el volumen favoreciendo con exclusividad cada figura, queda mediatizada y como neutralizada por la intención sintética. El esquema de dinamismo formal que reina sobre el cuadro le impone unidad y permite un pseudo-punto de vista único.
Además, apunta ya en el Greco otro elemento unificador: el claroscuro.*
XI
Los claroscuristas. La composición de Rafael, el esquema dinámico de el Greco, son postulados de unidad que el artista arroja sobre su cuadro, pero nada más. Cada cosa en el lienzo sigue afirmando su volumen y, consiguientemente, su independencia y particularismo. Son, pues, aquellas unificaciones del mismo linaje abstracto que la perspectiva geométrica de los primitivos. Oriundos* de la razón pura, no se muestran capaces de informar por entero la materia del cuadro, o, dicho de otro modo, no son principios pictóricos., Cada trozo de la obra está pintado sin su intervención.
Frente a ellos significa el claroscuro una innovación radical y más profunda.
Mientras la pupila del pintor busca el cuerpo de las cosas, los objetos que habitan el área pintada reclamarán, cada uno para sí, un punto de vista exclusivo y privilegiado. El cuadro poseerá una constitución feudal donde cada elemento hará valer sus derechos personales. Pero he aquí que entre ellos se desliza un nuevo objeto dotado de un poder mágico que le permite, más aún, que le obliga a ser ubicuo y ocupar todo el lienzo sin necesidad de desalojar a los demás. Este objeto mágico es la luz. Es ella una y única en toda la composición. He aquí un principio de unidad que no es abstracto, sino real, una cosa entre las cosas y no una idea ni un esquema. La unidad de iluminación o claroscuro impone un punto de vista único. El pintor tiene que ver el conjunto de su obra inmerso en el amplio objeto luz.
Estos son Ribera, Caravaggio y Velázquez mozo (Adoración de los Reyes).
Aún se busca la corporeidad según el uso recibido. Pero ya no interesa primordialmente. El objeto por sí empieza a ser desatendido y a no tener otro papel que servir de sostén y fondo a la luz sobre él. Se persigue la trayectoria de la luz, insistiendo en su resbalar sobre el haz de los volúmenes, de los bultos.
¿Se advierte claramente el desplazamiento del punto de vista que esto implica? El Velázquez de la Adoración de los Reyes no se fija ya en el cuadro como tal, sino en su superficie, donde la luz choca y se refleja. Ha habido, pues, un retraimiento de la mirada, que deja de ser mano y suelta la presa del cuerpo redondo. Ahora el rayo visual se detiene donde el cuerpo comienza y la luz cae fúlgida;* de allí va a buscar otro lugar de otro objeto cualquiera donde vibra pareja intensidad de iluminación. Se ha producido una mágica solidaridad y unificación de todos los trozos claros frente a los oscuros. Las cosas por su forma y condición más dispares resultan ahora equivalentes. La primacía individualista de los objetos acaba. Ya no interesan por sí mismos y empiezan a no ser más que pretexto para otra cosa.
XII
Velázquez. Merced al* claroscuro, la unidad del cuadro se hace interna a él y no meramente obtenida por medios extrínsecos. Sin embargo, bajo la luz continúan latiendo los volúmenes. La pintura de bulto persiste tras el velo refulgente* de la iluminación.
Para triunfar de este dualismo era menester que sobreviniese algo genial desdeñoso resuelto a desinteresarse por completo de los cuerpos, a negar sus pretensiones de solidez, a aplastar sus bultos petulantes. Este genial desdeñoso fue Velázquez.
El primitivo, enamorado del cuerpo objetivo, va a buscarlo afanoso* con su mirada táctil, lo palpa, lo abraza conmovido. El claroscurista, ya más tibio corporalista, hace que su rayo visual camine, como por un carril, por el rayo de luz que emigra de cosa en cosa. Velázquez, con una audacia formidable, ejecuta el gran acto de desdén llamado a suscitar toda una nueva pintura: detiene su pupila. Nada más. En esto consiste la gigantesca revolución.
Hasta entonces la pupila del pintor había girado ptolomeicamente* en torno a cada objeto siguiendo una órbita servil. Velázquez resuelve fijar despóticamente el punto de vista. Todo el cuadro nacerá de un solo acto de visión, y las cosas habrán de esforzarse por llegar como puedan hasta el rayo visual. Se trata, pues, de una revolución copernicana, pareja a la que promovieron en filosofía Descartes, Hume y Kant. La pupila del artista se erige en centro del cosmos plástico y en torno a ella vagan las formas de los objetos. Rígido el aparato ocular, lanza su rayo visor,* recto, sin desviación a uno y otro lado, sin preferencia por cosa alguna. Cuando tropieza con algo no se fija en ello y, consecuentemente, queda el algo convertido, no en cuerpo redondo, sino en mera superficie que intercepta la visión.
El punto de vista se ha retraído, se ha alejado del objeto, y de la visión próxima hemos pasado a la visión lejana, que, en rigor,* es aún más próxima que aquélla. Entre los cuerpos y la pupila se intercala el objeto más inmediato: el hueco, el aire. Flotando en el aire, convertidas en gases cromáticos en flámulas informes, en puros reflejos, las cosas han perdido su solidez y su dintorno. El pintor ha echado su cabeza atrás, ha entornado los párpados y entre ellos ha triturado la forma propia de cada objeto, reduciéndolo a moléculas de luz, a puras chispas de color. En cambio, su cuadro puede ser mirado desde un solo punto de vista, en totalidad y de un golpe.
La visión próxima disocia, analiza, distingue--es feudal. La visión lejana sintetiza, funde, confunde es democrática. El punto de vista se vuelve sinopsis. La pintura de bulto se ha convertido definitivamente en pintura de hueco.
XIII
Impresionismo. No es necesario decir que en Velázquez perduran* los principios moderados del Renacimiento. La innovación no aparece en todo su radicalismo hasta los impresionistas y neoimpresionistas.
Las premisas formuladas en los primeros párrafos parecían anunciar que cuando llegásemos a la pintura de hueco la evolución habría terminado. El punto de vista, haciéndose, de múltiple y próximo, único y lejano, parece haber agotado su posible itinerario. No hay tal.* Ya veremos que aún puede retraerse más hacia el sujeto. De 1870 hasta la fecha el desplazamiento ha proseguido, y estas últimas etapas, precisamente por su carácter inverosímil y paradójico, confirman la ley fatídica que al comienzo he insinuado. El artista, que parte del mundo en torno, acaba por recogerse dentro de sí mismo.
He dicho que la mirada de Velázquez, cuando tropieza con un objeto, lo convierte en superficie. Pero, entre tanto, el rayo visual ha hecho su camino, se ha complacido en perforar el aire que vaga entre la córnea y las cosas distantes. En Las meninas y, Las hilanderas se advierte la fruición con que el artista ha acentuado el hueco como tal. Velázquez mira recto al fondo; por eso se encuentra con una enorme masa de aire entre él y el límite de su campo visual. Ahora bien: ver algo con el rayo central del ojo es lo que se llama visión directa o visión in modo recto. Pero en derredor de este rayo eje envía la pupila muchos otros que parten de ella oblicuos,* que ven in modo obliquo. La impresión de concavidad proviene de la mirada in modo recto. Si eliminamos ésta--por ejemplo, en un abrir y cerrar los ojos--, quedan sólo activas las visiones oblicuas, las visiones de lado «con el rabillo del ojo»,* que son el colmo* del desdén. Entonces la oquedad* desaparece y el campo visual tiende a convertirse todo él en una superficie.
Esto es lo que hacen los sucesivos impresionismos. Traer el fondo del hueco velazquino a un primer término, que entonces deja de serlo por falta de comparación. La pintura propende a hacerse plana, como lo es el lienzo en que se vierte. Se llega, pues, a la eliminación de toda resonancia táctil y corpórea. Por otra parte, la atomización* de las cosas es tal en la visión oblicua, que apenas si queda nada de ellas. Empiezan las figuras a ser incognoscibles.* En vez de pintar los objetos como se ven, se pinta el ver mismo. En vez de un objeto, una impresión, es decir, un montón de sensaciones. El arte, con esto, se ha retirado por completo del mundo y empieza a atender a la actividad del sujeto. Las sensaciones no son ya en ningún sentido cosas, sino estados subjetivos al través de las cuales, por medio de las cuales las cosas nos aparecen.
¿Se advierte el cambio que esto significa en el punto de vista? Parece que al buscar éste el objeto más próximo a la córnea había llegado lo más cerca posible del sujeto y lo más lejos posible de las cosas. ¡Error! El punto de vista continúa su inexorable* trayectoria de retraimiento. No se detiene en la córnea, sino que, audazmente, salva la máxima frontera y penetra en la visión misma, en el propio sujeto.
XIV
Cubismo. Cézanne, en medio de su tradición impresionista, descubre el volumen. En los lienzos empiezan a surgir cubos, cilindros, conos. Un distraído hubiera pensado que, agotada la peregrinación pictórica, se volvía a empezar y reincidíamos* en el punto de vista de Giotto. ¡Nuevo error! Siempre ha habido en la historia del arte tendencias laterales que gravitaban hacia el arcaísmo. Sin embargo, la corriente central de la evolución salta sobre ellas en magnífica corriente y sigue su curso inevitable.
El cubismo de Cézanne y de los que, en efecto, fueron cubistas, es decir, estereómetras,* no es sino un paso más en la internación* de la pintura. Las sensaciones, tema del impresionismo, son estados subjetivos; por tanto, realidades, modificaciones efectivas del sujeto. Más dentro aún de éste se hallan las ideas. También las ideas son realidades que acontecen en el alma del individuo, pero se diferencian de las sensaciones en que su contenido--lo ideado--es irreal y en ocasiones hasta imposible. Cuando yo pienso en el cilindro estrictamente geométrico, mi pensamiento es un hecho efectivo* que en mí se produce; en cambio, el cilindro geométrico en que pienso es un objeto irreal. Las ideas son, pues, realidades subjetivas que contienen objetos virtuales, todo un mundo de nuestra especie, distinto del que los ojos nos transmiten y que maravillosamente emerge de los senos psíquicos*.
Pues bien: los volúmenes que Cézanne evoca no tienen nada que ver con los que Giotto descubre; son más bien sus antagonistas. Giotto busca el volumen propio de cada cosa, su corporeidad realísima y tangible. Antes de él sólo se conocía la imagen bizantina de dos dimensiones. Cézanne, por el contrario, sustituye a los cuerpos de las cosas volúmenes irreales de pura invención, que sólo tienen con aquéllos un nexo metafórico. Desde él la pintura sólo pinta ideas--las cuales, ciertamente, son también objetos, pero objetos ideales, inmanentes al sujeto o intrasubjetivos.
Esto explica la mescolanza* que, a despecho de explicaciones erróneas, se presenta en el turbio jirón* del llamado cubismo. Junto a volúmenes en que parece acusarse superlativamente la rotundidad de los cuerpos, Picasso, en sus cuadros más escandalosos y típicos, aniquila la forma cerrada del objeto y, en puros planos euclidianos,* anota trozos de él, una ceja; un bigote, una nariz--sin otra misión que servir de cifra simbólica a ideas.
No es otra cosa el equívoco cubismo que una manera particular dentro del expresionismo contemporáneo. En la impresión se ha llegado al mínimum de objetividad exterior. Un nuevo desplazamiento del punto de vista sólo era posible si, saltando detrás de la retina--sutil frontera entre lo externo y lo interno--, invertía por completo la pintura su función y, en vez de meternos dentro de lo que está fuera, se esforzaba por volcar sobre el lienzo lo que está dentro: los objetos ideales inventados. Nótese cómo por un simple avance del punto de vista en la misma y única trayectoria que desde el principio llevaba, se llega a un resultado inverso. Los ojos, en vez de absorber las cosas, se convierten en proyectores de paisajes y faunas íntimas. Antes eran sumideros del mundo real: ahora, surtidores de irrealidad.
Es posible que el arte actual tenga poco valor estético; pero quien no vea en él sino un capricho puede estar seguro de no haber comprendido ni el arte nuevo ni el viejo. La evolución conducía la pintura--y en general el arte--inexorablemente, fatalmente a lo que hoy es.
XV
La ley rectora de las grandes variaciones pictóricas es de una simplicidad inquietante. Primero se pintan cosas; luego, sensaciones; por último, ideas. Esto quiere decir que la atención del artista ha comenzado fijándose en la realidad externa; luego, en lo subjetivo; por último, en lo intrasubjetivo. Estas tres estaciones son tres puntos que se hallan en una misma línea.
Ahora bien: la filosofía occidental ha seguido una ruta idéntica y esta coincidencia hace aún más inquietadora aquella ley.
Anotemos en pocas líneas ese extraño paralelismo.
El pintor comienza por preguntarse qué elementos del Universo son los que deben trasladarse al lienzo; esto es, qué clase de fenómenos son los pictóricamente esenciales. El filósofo, por su parte, se pregunta qué clase de objetos es la fundamental. Un sistema filosófico, es el ensayo de reedificar conceptualmente el Cosmos partiendo de un cierto tipo de hechos que se consideran como los más firmes y seguros. Cada época de la filosofía ha preferido un tipo distinto y sobre él ha asentado el resto de la construcción.
En tiempo de Giotto, pintor de los cuerpos sólidos e independientes, la filosofía consideraba que la última y definitiva realidad eran las substancias individuales. Los ejemplos de substancias que se daban en las escuelas eran: este caballo, este hombre. ¿Por qué se creía descubrir en éstos el último valor metafísico? Simplemente porque en la idea nativa y práctica del mundo, cada caballo y cada hombre parecen tener una existencia propia, independiente de las demás cosas y de la mente que los contempla. El caballo vive por sí, entero y completo, según su íntima arcana energía; si queremos conocerlo, nuestros sentidos, nuestro entendimiento tendrán que ir hacia él y girar humildemente en torno suyo. Es, pues, el realismo substancialista de Dante un hermano gemelo de la pintura de bulto que inicia Giotto.
Demos un salto hacia 1600, época en que comienza la pintura de hueco. La filosofía está en poder de Descartes. ¿Cuál es para él la realidad cósmica?, Las substancias plurales e independientes se esfuman. Pasa a primer plano metafísico una única substancia --substancia vacía, especie de hueco metafísico que ahora va a tener un mágico-- poder creador. Lo real para Descartes es el espacio, como para Velázquez el hueco.
Después de Descartes reaparece un momento la pluralidad de substancias en Leibniz. Pero estas substancias no son ya principios corporales, sino todo lo contrario: las mónadas* son sujetos y el papel de cada una de ellas--síntoma curioso--no es otro que representar un point de vue. Por primera vez suena en la historia de la filosofía la exigencia formal de que la ciencia sea un sistema que somete el Universo a un punto de vista. La mónada no hace sino proporcionar un lugar metafísico a esa unidad de visión.
En los dos siglos subsecuentes* el subjetivismo se va haciendo más radical, y hacia 1880, mientras los impresionistas fijaban en los lienzos puras sensaciones, los filósofos del extremo positivismo reducían la realidad universal a sensaciones puras.
La desrealización progresiva del mundo, que había comenzado en el pensamiento renacentista, llega con el radical sensualismo de Avenarius* y Mach* a sus postreras consecuencias. ¿Cómo proseguir? ¿Qué nueva filosofía es posible? No se puede pensar en un retorno al realismo primitivo; cuatro siglos de crítica, de duda, de suspicacia lo han hecho para siempre inválido. Quedarse en lo subjetivo es también imposible. ¿Dónde encontrar algo con que poder reconstruir el mundo?
El filósofo retrae todavía más su atención, y en vez de dirigirla a lo subjetivo como tal, se fija en lo que hasta ahora se llamaba «contenido de la conciencia», en lo intrasubjetivo. A lo que nuestras ideas idean y nuestros pensamientos piensan podrá no corresponder nada real, pero no por eso es meramente subjetivo. Un mundo de alucinación no seria real, pero tampoco dejaría de ser un mundo, un universo objetivo, lleno de sentido y perfección. Aunque el centauro imaginario no galope en realidad, cola y cernejas* al viento, sobre efectivas praderas, posee una peculiar independencia frente al sujeto que lo imagina. Es un objeto virtual o, como dice la más reciente filosofía, un objeto ideal. He aquí el tipo de fenómenos que el pensador de nuestros días considera más adecuado para servir de asiento a su sistema universal. ¿Cómo no sorprenderse de la coincidencia entre tal filosofía y su pintura sincrónica, llamada expresionismo o cubismo?

José Ortega y Gasset (1883-1955)
"Sobre el punto de vista en las artes"
Vocabulario útil
1. ¡No hay tal!: exclamación de denegación enérgica.
2. Afanoso (adj.): con mucho afán (ardor, empeño, fervor).
3. Antes bien (conjunción adversativa): sino que, más bien, al contrario.
4. Arcano (sus. m.): misterio.
5. Atomizar (v.): dividir algo en partes muy pequeñas.
6. Búcaro (sus. m.): vasijas de cerámica que se emplean para poner flores en ellas.
7. Cendal (sus. m.): tela muy fina, transparente, de hilo o seda.
8. Cerneja (sus. f.): mechón de pelo que tienen los caballos y animales parecidos.
9. Claroscuro (sus. m.): Efecto que resulta de la distribución o contraste de luces y sombras en un dibujo, pintura, etc.; pintores que practican mucho esta técnica, especialmente en la época barroca, se llaman claroscuristas.
10. Cuatrocentista (adj.): italianismo utilizado esp. en la historia del arte para referirse a artistas, estilos y escuelas del siglo XV (1400-1499).
11. Efectivo (adj.): auténtico.
12. Ejemplo del estilo conceptuoso de Ortega, puesto que "móvil" se asocia con "movimiento" a la vez que significa impulso o causa que, actuando en el ánimo de alguien, le mueve a realizar cierta acción; se le adjuntan frecuentemente calificativos: 'Un móvil interesado [generoso]'. Se expresa con «por»: 'Por gusto, por placer, por turismo'
13. En rigor (expr.): realmente.
14. Ernst Mach (1838-1916): filósofo austríaco que declaró que el conocimiento es equivalente a la organización conceptual de datos de la experiencia sensorial (o de la observación).
15. Escorzo (sus. m.): Posición o representación de una figura, particularmente humana, cuando una parte ella, especialmente el torso o la cabeza, están vueltos o con un giro con respecto al resto; suele decirse que tal y cual pinta con escorzo o en escorzo; escorzar significa dibujar algo en perspectiva, para lo cual se representan oblicuas y más cortas las líneas que serían perpendiculares al plano del papel.
16. Estereometría (sus. f.): parte de la geometría que trata de la medida de los cuerpos.
17. Euclidiano (adj.): aquí, en el sentido de geométrico; Euclid (Alejandría, s. III a.C.) fue uno de los matemáticos más famosos de la antigüedad greco-romana. Su Tratado sobre la geometría es su obra más conocido.
18. Fantasmagorizarse, v. derivado de fantasmagoría (sus. f.): arte de hacer aparecer figuras por medio de ilusiones ópticas; ilusión de los sentidos o creación de la fantasía completamente desprovistos de realidad. Ortega inventa un verbo derivado de este sustantivo.
19. Fúlgido (adj., lit.): fulgurante, resplandeciente, muy brillante.
20. Fundente (adj.): Substancia que facilita la fusión de otra.
21. Incognoscible (adj. culto): no conocible.
22. Incorpóreo (adj.): no material.
23. Inexorable (adj.): implacable, imparable.
24. Internación (sus. f.): acción de internar (de 'interno').
25. Jirón (sus. m.): bandera o estandarte triangular; Ortega lo usa aquí con alusión a la campaña militante del cubismo en particular y, se sobreentiende, de los movimientos de vanguardias en general.
26. Merced a (expr.): gracias a.
27. Mescolanza (sus. f.): mezcla.
28. Mónada (sus. f.): ser indivisible y completo de los que constituyen el Universo, en el sistema del filósofo y matemático alemán Gottfried Wilhelm von Leibnitz (1646-1716).
29. Oblicuo (adj.): inclinado; no recto.
30. Oquedad (sus. f.): der. deducible de 'hueco'.
31. Oriundo (adj.): originario (que procede de...).
32. Otro ejemplo del estilo conceptuoso de Ortega, puesto que resuenan en su uso de "aprehender" sus dos significados: (1) Apresar, coger preso o prisionero a alguien; (2) percibir con los sentidos o la inteligencia.
33. Perdurar (v.): persistir, durar todavía.
34. Propender (v.) inclinarse, tender.
35. Pulimentar (v.): abrillantar, pulir, bruñir.
36. Rabillo del ojo: ángulo externo del ojo.
37. Raudo (adj.) o raudal (sus. m.): masa de agua corriente, cuando es abundante y de curso rápido; masa o cúmulo de cierta cosa, que brota o sale abundantemente de un sitio, o se mueve; también, de cosas inmateriales: 'De su cabeza surge un raudal de iniciativas. El muchacho tiene un raudal de energías'.
38. Refulgente (adj., del verbo refulgir): brillante, destellante.
39. Reincidir (v.): incurrir (caer con culpa) de nuevo en un error, falta o delito.
40. Richard (Heinrich Ludwig) Avenarius (1843-1895): filosofo alemán que fundó la teoría epistemológica de la ciencia conocida como "empirocrítica". Según esta teoría, el objetivo principal de la filosofía es el de desarrollar un "concepto natural del mundo" basado en la experiencia pura.
41. Rigoroso: implacable, inexorable, inflexible, severo.
42. Seno (sus. m.): (culto o cient.). cavidad en cualquier sitio o materia; interior del cuerpo; aquí, 'seno psíquico' tiene el sentido de imaginación, fantasía.
43. Ser el colmo de...: ser el ejemplo máximo de, el complemento o el término de...
44. Subsecuente (adj.): subsiguiente.
45. Taxativamente (adv.): concretamente; de manera taxativa, o sea limitada a una acepción o sentido restringido de la palabra o expresión de que se trata: 'Al decir «español», me refiero taxativamente a los nacidos en España'.
46. Tolemeo: Según el sistema del astrónomo Tolemeo (Ptolomeo) (127-145 d.C.; Alejandría), la tierra era el centro del cosmos mientras que el sol, la luna y las estrellas giraban alrededor de ella. El sistema tolemaico fue suplantado en el siglo XV por el del astrónomo polaco, Nicolás Copérnico, quien reconoció que en el sol el centro del universo. Obviamente, Ortega pretende establecer aquí un vínculo filosófico entre Copérnico y Velázquez.
47. Ubicuo (adj.): omnipresente.
48. Ultramundano (adj.): situado más allá de lo mundano; del otro mundo.
49. Visor (sus. m.): dispositivo de las máquinas fotográficas que sirve para enfocar.

Roberto Juarroz

ALGUNe DÍA...

Algún día encontraré una palabra
que penetre en tu vientre y lo fecunde,
que se pare en tu seno
como una mano abierta y cerrada al mismo tiempo.

Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo y lo dé vuelta,
que contenga tu cuerpo
y abra tus ojos como un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las piernas.
Tú tal vez no la escuches
o tal vez no la comprendas.
No será necesario.
Irá por tu interior como una rueda
recorriéndote al fin de punta a punta,
mujer mía y no mía
y no se detendrá ni cuando mueras.

ASÍ COMO NO PODEMOS...

Así como no podemos
sostener mucho tiempo una mirada,
tampoco podemos sostener mucho tiempo la alegría,
la espiral del amor,
la gratuidad del pensamiento,
la tierra en suspensión del cántico.

No podemos ni siquiera sostener mucho tiempo
las proporciones del silencio
cuando algo lo visita.
Y menos todavía
cuando nada lo visita.

El hombre no puede sostener mucho tiempo al hombre,
ni tampoco a lo que no es el hombre.

Y sin embargo puede
soportar el peso inexorable
de lo que no existe.

EL AMOR EMPIEZA...

El amor empieza cuando se rompen
los dedos
y se dan vuelta las solapas del traje,
cuando ya no hace falta pero tampoco
sobra
la vejez de mirarse,
cuando la torre de los recuerdos, baja o
alta,
se agacha hasta la sangre.

El amor empieza cuando Dios termina
Y cuando el hombre cae,
mientras las cosas, demasiado eternas,
comienzan a gastarse,
y los signos, las bocas y los signos,
se muerden mutuamente en cualquier
parte.

El amor empieza
cuando la luz se agrieta como un
muerto disfrazado
sobre la soledad irremediable.

Porque el amor es simplemente eso:
la forma del comienzo
tercamente escondida
detrás de los finales.


EL CENTRO DEL AMOR

El centro del amor
no siempre coincide
con el centro de la vida.
Ambos centros se buscan entonces
como dos animales atribulados.
Pero casi nunca se encuentran,
porque la clave de la coincidencia es otra:
nacer juntos.
Nacer juntos,
como debieran nacer y morir
todos los amantes.




EL CORAZÓN EMPIEZA BAJO TIERRA..

El corazón empieza bajo tierra,
pero acaba en tus labios y en los míos.
La muerte entonces duda en las cornisas
y una convalecencia de ojos largos
desprende las arrugas del temblor.

No hay que negar que eso nos salva,
pero entre tantas cosas tan perdidas
no es posible aceptar la salvación.

Y las manos, sin darse cuenta aprenden
el gesto incorregible
de volver a enterrar el corazón.



EL CORAZÓN MÁS PLANO DE LA TIERRA...

El corazón más plano de la tierra,
el corazón más seco,
me mostró su ternura.
y yo tuve vergüenza de la mía.

Tuve vergüenza de los himnos largos,
de las constelaciones derramadas,
de los gestos nupciales y espumosos,
de las escarapelas del amor,
de los amaneceres desplomados.

Y también tuve miedo.
Miedo de las palabras que no cantan,
miedo de las imágenes que sobran
cuando tanto ser falta,
miedo de los roedores que se baten
en la iglesia vacía,
miedo de las habitaciones bautismales
que se llenan de águilas.

El corazón más plano de la tierra
me hizo aprender el salto en el abismo
de una sola mirada.

EL SILENCIO QUE QUEDA ENTRE DOS PALABRAS

El silencio que queda entre dos palabras
no es el mismo silencio que envuelve una cabeza cuando cae,
ni tampoco el que estampa la presencia del árbol
cuando se apaga el incendio vespertino del viento.

Así como cada voz tiene un timbre y una altura,
cada silencio tiene un registro y una profundidad.
El silencio de un hombre es distinto del silencio de otro
y no es lo mismo callar un nombre que callar otro nombre.

Existe un alfabeto del silencio,
pero no nos han enseñado a deletrearlo.
Sin embargo, la lectura del silencio es la única durable,
tal vez más que el lector.

ESTOY CONTIGO

Estoy contigo.
Pero por encima de tu hombro
me dice adiós tu mano que se aleja.

Entonces yo contengo mi mano
para que no nos traicione ella también.

E insisto:
estoy contigo.
Los innegables títulos del adiós
abandonan entonces provisoriamente sus derechos.

Y nuestras manos se aquietan
en las equidistancias de estar juntos.

HEMOS AMADO JUNTOS TANTAS COSAS...

Hemos amado juntos tantas cosas
que es difícil amarlas separados.
Parece que se hubieran alejado de pronto
o que el amor fuera una hormiga
escalando los declives del cielo.

Hemos vivido juntos tanto abismo
que sin ti todo parece superficie,
órbita de simulacros que resbalan,
tensión sin extensiones,
vigilancia de cuerpos sin presencia.

Hemos perdido juntos tanta nada
que el hábito persiste y se da vuelta
y ahora todo es ganancia de la nada.
El tiempo se convierte en antitiempo
porque ya no lo piensas.

Hemos callado y hablado tanto juntos
que hasta callar y hablar son dos traiciones,
dos sustancias sin justificación,
dos sustitutos.

Lo hemos buscado todo,
lo hemos hallado todo,
lo hemos dejado todo.

Únicamente no nos dieron tiempo
para encontrar el ojo de tu muerte,
aunque fuera también para dejarlo.

LA MANO SE EXTIENDE

La mano se extiende,
pero a mitad de camino
a detiene una imagen.
Y se marcha entonces con ella,
no para poseerla
sino tan sólo para entrar en su juego.
La mano ha comenzado a enamorarse en el camino
y así la posesión y el don se le escapan.
La mano ha cambiado su destino
por un vuelo que no es el vuelo del pájaro,
sino un abandono a las mareas que no tienen costa
o a los desequilibrios de una sabiduría diferente.
La mano ha renunciado a su objeto
y ha adquirido el valor de su distracción.
La mano ha renunciado a salvarse.

LA VIDA NOS ACORTA LA VISTA

La vida nos acorta la vista
y nos alarga la mirada.
¿Cómo poner otra figura en el paisaje
sin desarticularlo como una feria invadida por la tristeza,
sin que las nubes o los árboles se despeguen
y salten como muñecos desarmados?
¿Cómo poner una palabra en el paisaje
sin que el silencio se asuste
igual que un animal sorprendido en el bosque
o como una procesión que ha perdido su imagen?
¿Cómo poner una muerte en el paisaje
sin que se vuelva frío
y se sumerja como una flauta
con todos los agujeros tapados?
¿Cómo alargar un sueño
hasta que sea un punto en el paisaje,
una figura, una palabra o la muerte,
sin que el paisaje se desintegre como una burbuja?
Nosotros ya no podemos dejar de estar en el paisaje siguiente,
aunque sea un paisaje en blanco.


LAS DISTANCIAS...

Las distancias no miden lo mismo
de noche y de día.
A veces hay que esperar la noche
para que una distancia se acorte.
A veces hay que esperar el día.
Por otra parte
la oscuridad o la luz
teje de tal manera en ciertos casos
el espacio y sus combinaciones
que los valores se invierten:
lo largo se vuelve corto,
lo corto se vuelve largo.
Y además, hay un hecho:
la noche y el día no llenan igualmente el espacio,
ni siquiera totalmente.
Y no miden lo mismo
las distancias llenas
y las distancias vacías.
Como tampoco miden lo mismo
las distancias entre las cosas grandes
y las distancias entre las cosas pequeñas.


LEVANTAR EL PAPEL DONDE ESCRIBIMOS...

Levantar el papel donde escribimos
y revisar mejor debajo

Levantar cada palabra que encontramos
y examinar mejor debajo

Levantar cada hombre
y observar mejor debajo

Levantar a la muerte
y escudriñar mejor debajo

Y si miramos bien
siempre hallaremos otra huella.
No servirá para poner el pie
ni para aposentar el pensamiento
pero ella nos probará
que alguien más ha pasado por aquí.


ME VISITÓ UNA NUBE...

Me visitó una nube.
y me dejó al marcharse
su contorno de viento.

Me visitó una sombra.
Y me dejó al marcharse
el peso de otro cuerpo.

Me visitó una ráfaga de imágenes.
Y me dejó al marcharse
la irreligión del sueño.

Me visitó una ausencia.
Y me dejó al marcharse
mi imagen en el tiempo.

Yo visito la vida.
Le dejaré al marcharme
la gracia de estos restos.

MENOS QUE EL CIRCO AJADO DE TUS SUEÑOS

Menos que el circo ajado de tus sueños
y que el signo ya roto entre tus manos.
Menos que el lomo absorto de tus libros
y que el libro escondido
de páginas en blanco.
Menos que los amores que tuviste
y que el tizne que alarga los amores.
Menos que el dios que alguna vez fue ausencia
y hoy ni siquiera es ausencia.
Menos que el cielo que no tiene estrellas,
menos que el canto que perdió su música,
menos que el hombre que vendió su hambre,
menos que el ojo seco de los muertos,
menos que el humo que olvidó su aire.

Y ya en la zona del más puro menos
colocar todavía un signo menos
y empezar hacia atrás a unir de nuevo
la primera palabra,
a unir su forma de contacto oscuro,
su forma anterior a sus letras,
la vértebra inicial del verbo oblicuo
donde se funda el tiempo transparente
del firme aprendizaje de la nada.
y tener buen cuidado
de no errar otra vez el camino
y aprender nuevamente
la farsa de ser algo.

NO SE TRATA DE HABLAR...

No se trata de hablar,
ni tampoco de callar:
se trata de abrir algo
entre la palabra y el silencio.
Quizá cuando transcurra todo,
también la palabra y el silencio,
quede esa zona abierta
como una esperanza hacia atrás.
Y tal vez ese signo invertido
constituya un toque de atención
para este mutismo ilimitado
donde palpablemente nos hundimos.


NO TENEMOS UN LENGUAJE

No tenemos un lenguaje para los finales,
para la caída del amor,
para los concentrados laberintos de la agonía,
para el amordazado escándalo
de los hundimientos irrevocables.
¿Cómo decirle a quien nos abandona
o a quien abandonamos
que agregar otra ausencia a la ausencia
es ahogar todos los nombres
y levantar un muro
alrededor de cada imagen.
¿Cómo hacer señas a quien muere,
cuando todos los gestos se han secado,
las distancias se confunden en un caos imprevisto,
las proximidades se derrumban como pájaros enfermos
y el tallo del dolor
se quiebra como lanzadera
de un telar descompuesto.
¿O cómo hablarse cada uno a sí mismo
cuando nada, cuando nadie ya habla,
cuando las estrellas y los rostros son secreciones neutras
de un mundo que ha perdido
su memoria de un mundo.
Quizá un lenguaje para los finales
exija la total abolición de los otros lenguajes,
la imperturbable síntesis
de las tierras arrasadas.
O tal vez crear un habla de intersticios,
que reúna los mínimos espacios
entreverados entre el silencio y la palabra
y las ignotas partículas sin codicia.

POESÍA VERTICAL 3

¿Por qué las hojas ocupan el lugar de las hojas
y no el que queda entre las hojas?
¿Por qué tu mirada ocupa el hueco que está delante de la razón
y no el que está detrás?
¿Por qué recuerdas que la luz se muere
y en cambio olvidas que también muere la sombra?
¿Por qué se afina el corazón del aire
hasta que la canción se vuelve otro vacío en el vacío?
¿Por qué no callas en el sitio exacto
donde morir es la presencia justa
suspendida del árbol de vivirse?
¿Por qué estas rayas donde el cuerpo cesa
y no otro cuerpo y otro cuerpo y otro?
¿Por qué esta curva del porqué y no el signo
de una recta sin fin y un punto encima?

POESÍA VERTICAL 7

Cuando se ha puesto una vez el pie del otro lado
y se puede sin embargo volver,
ya nunca más se pisará como antes
y poco a poco se irá pisando de este lado el otro lado.

Es el aprendizaje
que se convierte en lo aprendido,
el pleno aprendizaje
que después no se resigna
a que todo lo demás,
sobre todo el amor,
no haga lo mismo.

El otro lado es el mayor contagio.
Hasta los mismos ojos cambian de color
y adquieren el tono transparente de las fábulas.

POESÍA VERTICAL 14

He encontrado el lugar justo donde se ponen las manos,
a la vez mayor y menor que ellas mismas.

He encontrado el lugar
donde las manos son todo lo que son
y también algo más.

Pero allí no he encontrado
algo que estaba seguro de encontrar:
otras manos esperando las mías.


POESÍA VERTICAL 18

Fisuras interiores,
grietas por donde se filtra gota a gota
el líquido espeso y apremiante
de esa invasión profunda
que llamamos oración.
La oración, que no es algo que se reza
sino una inclasificable sustancia
que no está hecha de un decir,
aunque a veces se abrigue con palabras
o fragmentos de palabras,
como el sueño se viste de fábulas rotas,
con desarticuladas historias que descarrilan al pensamiento
y encarrilan, en cambio, el sagrado estupor
que tapiza el lado oculto de los seres.
La oración y el sueño se parecen:
son dos entidades o elementos
que gotean en los entresijos de una nada
que se asemeja a algo.
¿Qué ocurriría si se abrieran de pronto
esos lentos arcaduces,
esos estrechos canales
por donde se filtra la oración
y quizá también el sueño?
¿Se mezclarían ambos acaso?
¿Un torrente arrastraría al hombre
desde su propio interior?
¿O tal vez sólo la oración continuaría goteando,
implacablemente goteando
con el mismo ritmo y la misma medida
por la imprevista abertura?
Es probable que la oración sea una parte fija,
una porción estable
de la naturaleza de cada hombre,
la aplicación de una discretísima posología,
una cuota inmodificable como el sueño.
La dosis establecida
de una extraño y casi abrumador rescate
que llevamos en el centro
de nuestra propia sustancia.

POESÍA VERTICAL 24

Darlo todo por perdido.
Allí comienza lo abierto.

Entonces cualquier paso
puede ser el primero.
O cualquier gesto logra
sumar todos los gestos.

Darlo todo por perdido
Dejar que se abran solas
las puertas que faltan.

O mejor:
dejar que no se abran.

PORQUE ESTA NOCHE DUERMES LEJOS...

Porque esta noche duermes lejos
y en una cama con demasiado sueño,
yo estoy aquí despierto,
con una mano mía y otra tuya.

Tú seguirás allí
desnuda como tú
y yo seguiré aquí
desnudo como yo.

Mi boca es ya muy larga y piensa mucho
y tu cabello es corto y tiene sueño.

Ya no hay tiempo para estar
desnudos como uno
los dos.

ROSTRO CONTRA ROSTRO...

Rostro contra rostro,
piedra contra piedra,
para que el tiempo no se pudra
y conserve su forma de cinta de colores.

Tiempo contra tiempo
paciencia contra paciencia,
hasta que la piedra tome el dibujo del rostro
y el rostro la carne de la piedra.

Corriente de la mirada que no cambia
si mira o si no mira,
de la mano que es igual cuando toma y cuando da,
del corazón análogo para quedarse o para irse.

Piel contra piel,
mundo contra mundo,
tierra contra la tierra
y también contra el cielo,
hija de antiguos hijos,
bandera para el viento que ella misma ha engendrado.

Entre el sol y el maíz,
entre la lluvia y la muerte,
pájaro contra pájaro,
luz contra luz,
flor contra flor,
secreto de cobre amalgamado
con metal que respira,
brujería de un humo que desciende
a descontar los siglos.

Sed contra sed,
vaso para beber el vaso
y derramar el mundo.

SI HAS PERDIDO...

Si has perdido tu nombre,
recobraremos la puntada de las calles
más solas
para llamarte sin nombrarte.

Si has perdido tu casa,
despistaremos a los guardianes de la
cárcel
hasta dejarlos con su sombra y sin sus
muros.

Si has perdido el amor,
publicaremos un gran bando de palomas
desnudas
para atrasar la vida y darte tiempo.

Si has perdido tus límites,
recorreremos el cruento laberinto
hasta alzar otra forma desde el fondo.

Si has perdido tus ecos o tu origen,
los buscaremos, pero hacia adelante,
en el templo final de los orígenes.

Solamente si has perdido tu pérdida,
cortaremos el hilo
para empezar de nuevo.




UN AMOR MAS ALLÁ DEL AMOR...

Un amor más allá del amor,
por encima del rito del vínculo,
más allá del juego siniestro
de la soledad y de la compañía.
Un amor que no necesite regreso,
pero tampoco partida.
Un amor no sometido
a los fogonazos de ir y de volver,
de estar despiertos o dormidos,
de llamar o callar.
Un amor para estar juntos
o para no estarlo
pero también para todas las posiciones
intermedias.
Un amor como abrir los ojos.
Y quizá también como cerrarlos.

VOY A ALARGAR CAMINOS DE CARICIA...

Voy a alargar caminos de caricia,
con algo de dulzura entre los dientes
y un garabato tibio en los cabellos,
para que el poco sueño que aún nos queda
no se nos caiga.

Voy a alumbrar tu rostro mientras duermes
y mirarlo al revés, donde no duerme.

Voy a juntar raíces por el aire,
catálogos de nieves que no caen
y sitios para párpados.

Voy a tomar al hombre por el centro
y tirarlo a rodar, a ver si llega.

Voy a tomarme a mí, ya me he tomado,
para enlazar de nuevo los cristales
con un redondo material sin tiempo.

Voy a cortar las puntas de la vida
como unas uñas demasiado largas.

SENSINI cuento de Roberto Bolaño

La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante noctumo en un camping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jetlag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba, mis ahorros iban menguando al paso del otono. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. EI premio estaba dividido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar.
Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanias. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y alIí se Ie moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se Ie había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y tambien superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto.
No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Comzar, Bioy, Sábato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera auguraron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos.
A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atras Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería.
Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, Ie escribí una larga carta en donde hablaba de Ugarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también Ie había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Ecija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía.
Recuerdo que pensé: qué extraña carta; recuerdo que releí algunas capitulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo -de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego- y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Estos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva.
En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Ecija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resuItado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas cuIturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y Ie escribí una carta.
Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, Ie hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, Ie pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos terminó enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos.
La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma); fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se haga en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato "Al amanecer", relato que yo no conocía, y que el había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su titulo era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una lista con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues estos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no se si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era esa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenes vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, si la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria.
No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque si participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Ecija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Ecija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que Ie proporcionó no solo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe.
Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido par Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treinta y cinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Union Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monotonas, como si mediante la descripcion del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasion, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre. Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, solo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor.
Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traduciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando Ie llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. EI título que seguía produciendo dinero era Ugarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija solo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas Ie pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medieina.
Una noche Ie escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo despues de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. EI viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si Ie dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En esta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor.
Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las lIevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié.
La respuesta tardó en lIegar. En el interín recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lIeno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano. La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no solo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos.
Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si Ie mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se Ie estuviera acabando. Interpreté sus palabras erroneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos.
Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y el tenían mi casa a su disposicion, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad solo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. EI resto, como ya digo, era confuso. AI terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud.
Dos o tres meses después me lIegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadaver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadaveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado lIamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadaver de Gregorio no fuera el cadaver de Gregorio.
Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó.
A finales de agosto Ie envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie Ie iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la misma dirección que tenía, pero no recibí respuesta.
Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me escribía el desde alIí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, solo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que Ie hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías solo encontré viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí.
Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en que periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Esta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico.
Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. EI tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento solo la había visto en foto, Ie contesté.
Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar dificil, sino imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini.
Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. AI principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no Ie pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo Ie había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y Ie ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la mire ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Ouiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, Ie dije, ¿por qué Ie puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires.
Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso Ie habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Ouiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso Ie fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los útimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini Ie escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que Ie quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobiemo no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y esta se iba cada día retrasando un poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier condición. Sí, Ie dije, creo que así era. Después Ie pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que solo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió mas coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, Ie encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada conviccion. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo solo Ie pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, Ie pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento solo uno, dije. Un accésit en AIcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges Ie escribió una vez una carta, a Madrid, en donde Ie ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que el era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le Ilené su vaso, me Ilené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté que edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener mas de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.

Roberto Bolaño
span.fullpost {display:none;}
Leer más!